Tom tenía claro que ese verano iba a cumplir su
objetivo, llevaba dos veranos, a escondidas de su padre, trabajando en aquella
balsa que le llevaría a la Isla Nightingale, siempre se preguntó porqué ese
nombre si no habían ruiseñores por aquella zona.
Construía la balsa cuando su padre salía hacia la
ciudad y se quedaba en casa con la Señora Perkins, él creía que a sus quince
años ya tenía edad para quedarse sólo, pero su padre no, así que una vez se
tomaba las tortitas y sus cereales salía por la puerta.
- Sra. Perkins me voy con mis amigos volveré a la hora
de comer - para disimular se llevaba una toalla y el traje de baño.
Aquella Isla le había fascinado desde muy pequeño,
nunca había visto a nadie, era un islote de no más de dos kilómetros de
diámetro, bastante redondo y cubierto por una espesa vegetación, las historias
sobre mujeres muertas y animales extraños en los que estaba envuelta pasaban de
padres a hijos y el miedo impedía a todos acercarse, pero ese misterio no dejaba
vivir a Tom porque recordaba muy pocas cosas de su madre pero recordaba que un
día le había contado un cuento sobre aquél lugar y lo recordaba con cariño, no
con miedo.
Su padre no hablaba mucho de su madre, había una única
fotografía de ella en toda la casa, cuando él tuvo uso de razón le dijo que su
madre había muerto de una extraña enfermedad y que la habían enterrado en su
pueblo natal a unos cinco mil kilómetros de donde ellos vivían, nunca le
explicó nada más.
Tom era feliz con su padre, pero un día, dos veranos
atrás, le dijo a la Sra. Perkins que llevaba toda la vida con ellos, que le
explicara cosas sobre su madre.
- ¿Qué quieres saber niño? – siempre le llamaba niño
cariñosamente.
- Pues no sé, no recuerdo apenas nada, no hay
fotografías ni álbumes, papá dice que murió de una enfermedad pero parece que
no se quiera acordar de ella,…
- Tú padre lo pasó muy mal, tienes que entenderlo, a
él le causa mucho dolor recordarla, respétale mi niño, hazme ese favor –
aquella mujer no quería ver sufrir a aquél niño al que quería como a un nieto.
- Dime una cosa nada más, ¿mamá fue alguna vez a la
Isla Nightingale? – quizá la respuesta le ayudara a recordar el momento en el que
su madre le habló de aquél lugar.
- ¡Ni se te ocurra preguntarte lo que hay en esa Isla,
si descubro que se te ha pasado por la cabeza ir allí haré que tú padre nos
lleve a la ciudad! – su tono era extrañamente nervioso.
- ¡Eso no contesta a mi pregunta! – dijo el niño
enfadado.
- Olvida la Isla y lávate las manos que vamos a comer
– su tono volvió a ser normal.
Por supuesto Tom no hizo el más mínimo caso a las
amenazas de la Sra. Perkins, lo tenía todo planeado y nadie iba a saber nada
sobre su aventura, le faltaban un par de semanas para tenerlo todo listo,
aprovecharía un viaje de papá a Los Ángeles, se tenía que dar prisa.
Las dos semanas pasaron rápido, solía quedar con sus
amigos después de comer, iban a tomar un helado al pueblo, hacían excursiones
en bici pero nunca les había explicado sus planes porque sabía que alguno de ellos
iba a explicárselo a sus padres, aquellos pueblerinos tenían terror a la Isla y
sus misterios, pero cuando el día se acercaba les dijo que necesitaba que le
cubriesen, porque había quedado con una chica del pueblo pero que no les podía
contar nada más.
El jueves llegó y en cuánto su padre salió por la
puerta cogió su petate y repasó todo lo que había puesto en él. Linterna, agua,
barritas de cereales, cuerda para atar la balsa, y lo que le faltaba, aparte de
la comida que le iba a dar la Sra. Perkins, estaba en el escondite.
- Adiós Sra. Perkins, gracias por la comida nos vemos
esta tarde – dijo Tom sin poder reprimir la emoción.
- Adiós niño pásalo bien y vuelve sano y salvo – le
dijo la mujer con una sonrisa en la cara.
Tenía que remar una media hora, había construido la
balsa en el lugar más inhóspito que rodeaba el lago para no ser visto. Escondió
su bicicleta y sacó la balsa y el petate a la orilla, se subió y empezó a
remar, fue una travesía corta y muy tranquila, al llegar sólo podía pensar en atar
la balsa porque era su único medio de transporte para el regreso.
Cogió un palo y empezó a adentrarse en la espesura del
bosque que cubría la isla, en la espalda llevaba el petate y en la otra mano
una brújula, recordaba una única frase de la historia de su madre - en el claro
del bosque – así que ese era su objetivo, sabía que allí encontraría algo. No
tardó en ver que entre la espesura se filtraba el sol y cambio el rumbo hacía
aquél claro.
En el centro había un único árbol lo inspeccionó tanto
como pudo y metió la mano en su hueco, dentro había algo de un material que no
era madera, lo cogió y se dio cuenta de que era una caja metálica. Sopló sobre
ella y descubrió un antiguo cartel de cereales, los que siempre había en casa,
y los que seguía comiendo cada mañana.
En la caja había unos zapatos diminutos, un antiguo
Rolex con el cristal roto y unas letras grabadas TN y una carta. La sacó del
sobre y empezó a leer:
Mi nombre es
Claire Hardy, y ruego a quién encuentre esta caja que se la dé a Tom Hardy, mi
hijo, que ahora tiene tres años, estos zapatos son suyos, los primeros que le compré
cuando empezó a andar, gracias. Claire Hardy.
Dentro había otro sobre que Tom abrió sin pensar:
Querido hijo:
Te escribo
esta carta porque quiero que sepas la verdad, me enamoré del hombre equivocado,
quería a tú padre, pero a veces hay personas que se cruzan en nuestras vidas y
no se van, él era Tom Nicholson, el médico del pueblo en el que pasábamos todos
los veranos los tres juntos, seguramente lo seguís haciendo, me enamoré
perdidamente de él, y por eso te llamas Tom, por favor lleva su reloj con
orgullo porque él es tú verdadero padre y te quería, por eso quiso hacer lo
mejor para ti, por eso renunció a ti.
Estoy segura
de que papá lo estará haciendo de maravilla como todo lo que hace porque él es
perfecto, pero por desgracia yo no lo soy.
Te ruego que
me perdones, la enfermedad se me lleva demasiado rápido pero no me puedo llevar
este secreto conmigo sin que lo sepas, papá lo sabe. Habla con él le costará recordarlo,
le dolerá, pero os debéis esta conversación.
No te puedo
querer más, mamá.
Él era Tom Hardy, y la mujer que escribió aquella
carta era su madre. Cogió la carta y lo guardó todo en el petate. Su cerebro
iba a mil por hora, eran demasiadas cosas en un corto período de tiempo. Ella
sabía que tarde o temprano y gracias a aquella historia que le había contado
sabría la verdad, que lista era su madre imperfecta y cuánto quería ahora a su
padre, el único, el que le crió.