Cuando
era niña a mis padres mi abuelo mi hermano y a mí nos gustaba ir a buscar
caracoles, buscar por el placer de buscar, llegábamos a casa remojados con el
chubasquero empapados de agua y las botas hasta arriba. Lo dejábamos todo en el
colgador para que se secase y mientras yo me iba a la ducha, el abuelo cambiaba
los caracoles de bolsa y los pasaba a una bolsa verde de rejilla en la que
ponía los pobres caracoles que se pasarían unos días comiendo harina para expulsar
la baba y poderlos cocinar.
Cada
vez que pasaba por la cocina veía a los pobres caracoles enganchados en la
rejilla y en mi mente de niña, y sin saber muy bien el porqué había algo en
aquella imagen que no me acababa de gustar.
Después,
una vez cocinados sí me gustaba comerlos porque estaban arrugaditos y con
salsita pero a medida que crecía lo que era una bonita excursión familiar pasó
a ser un martirio, quizás un caracol sea un animal sin importancia pero para mí
cada vez la tenía más hasta el punto que si la predicción del tiempo decía que
iba a llover yo siempre esperaba que no fuese en fin de semana para no tener
que salir a buscar a aquellas pobres criaturas para martirizarlas comiendo
harina hasta que se quedaban sin babas y estaban listos para irse a la cazuela.
Conforme
fui creciendo las salidas en familia fueron cada vez menos frecuentes y yo
vivía más tranquila sin temer a las borrascas. La última vez que fuimos a
buscar caracoles al bosque que teníamos cerca de casa ocurrió algo que me hizo
detestar por completo la actividad.
Mi
hermano pequeño se despistó un momento y se adentró en el interior de bosque,
sólo le perdimos de vista un minuto y tardamos más de tres horas en
encontrarlo, recuerdo la cara de angustia de mi padre, sus gritos llamando al
bobo de mi hermano y las lágrimas de mi madre, cuando eres una niña no quieres
que tus padres sean vulnerables, los papás de uno siempre tienen que ser
personas fuertes y con soluciones que se muestren valientes en cualquier
situación a la que un niño se enfrente por horrible que pueda ser o parecernos.
El único que mantuvo la compostura era mi abuelo, el era un tipo duro que sabía
desde la sabiduría que le proporcionaban sus muchos años que mi hermano iba a
aparecer.
Cuando
el niño apareció le pegué una colleja – niño que susto nos has dado, para la
próxima excursión te ato con una cuerda – la pobre criatura lloraba
desconsolada por el mal rato que había pasado perdido solo en pleno bosque, le
abracé y le pedí perdón por la colleja y se me ocurrió algo para que aquello no
volviese a pasar.
El
abuelo volvió a colocar los caracoles en su bolsa verde como hacía siempre y
los volví a ver aquella noche antes de irme a dormir.
A la
mañana siguiente me desperté muy temprano y me vestí, salí cogiendo el
chubasquero que el día anterior había terminado mojado y con el calor de la
casa volvía a estar seco y me dirigí al bosque con algo en mis manos.
Al
cabo de un rato volví a casa acalorada por el camino y porque no quería que se
diesen cuenta de mi ausencia. Ya estaba hecho. Yo, una niña de 12 años había
dado por finalizada con aquella acción una actividad de años, no iba a haber
más caracoles empachados de harina en mi casa y mi hermano no se iba a perder
más.
Cuando
entré por la puerta, el abuelo me estaba esperando, me vio, tuvo claro lo que
acababa de hacer y sin mediar palabra cogió la bolsa verde de mis manos y la
hizo desaparecer, nunca más se habló del tema, nadie preguntó por los caracoles
ni por la bolsa verde.
Sólo
el abuelo supo lo que había pasado con ellos y nunca mientras vivió le contó a
nadie nuestro pequeño secreto. Él en el fondo aprobaba lo que acababa de hacer
y así me lo demostró con su silencio, ¿al abuelo también le daban pena los
pobres caracoles o no quería que mi hermano, su nieto, se volviera a perder?
Aquello era otro secreto,…
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